El lenguaje de la huerta tiene mucho que entender; y lo mismo en Covatillas que en la Urdienca y el Sequén, chapurreándolo no gusta, bien hablado da placer. El habla huertana es dulce, como el panal de la miel. cuando platica de amores la moza con su querer. Alegre como el repique de las castañuelas es, cuando bailando parrandas, la nena recorta bien, y los mozos se escandilan porque «esfisan» no sé qué, y hasta relinchan de gusto, sin poderse contener. En los juegos de «manates», En donde no hay «paripel», pica como la mostaza, y hay quien se pone de tres colores, cuando el gracioso se «esfarría» en su papel, y se aboca toda la esencia en menos de un santiamén. Sentenciosa en el «perráneo», mucho más que la de un juez, cuando por cuestión de mondas se origina algún belén y el hombre mete su vara y evita que Juan y Andrés, o se queden «transpunchaos» y ni el Dios guarde se den, o se pongan las costillas a palos como el pez. No es el lenguaje panocho jerigonza de burdel, sino mezcla del sencillo
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romance de pura ley, y del habla vigorosa de aquel pueblo aragonés que conquistador de Murcia con el rey Jaime fue; matizado con mil nombres que dejó el árabe en él, como Alquiba, Zaraiche, Beniaján, Benialé, Alberca, Aljufia, Alfande, Benetúcer, Aljucer, Almohojar, Alfatego, Benicotó y Beniel; habla expresiva, armoniosa, a quien dieron lustre y prez, en sus bandos Rubio y López; en sus romances, Tornel; Díaz Cassou, en sus cuentos; Soriano, en el entremés. Cabe al murado recinto de Murcia, preciado edén, vivió el huertano aferrado, como el guerrero a su arnés, a su lengua, a sus costumbres y a sus tradiciones fiel; y lo que labor de siglos no lograra conmover, al mediar el de las luces, con su brillo y su oropel, fue cayendo, fue cayendo, sin poderse mantener. Metió por la vega virgen la locomotora el tren, con su penacho ondulante corriendo a todo correr, y ¡adiós, augusto silencio del encantado vergel!
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La revolución gloriosa echó por tierra después la muralla aspillerada, de cuya vieja pared, aun conservan los vestigios Zaraiche y San Miguel. Y luego Antonete Gálvez, todo corazón y fe, alzó las huestes honradas de huertanos, y en tropel predicando del Cantón el glorioso amanecer, se los llevó a Miravete y a Cartagena... y a Argel, donde pobres y emigrados, pasaron hambre y sed, ¡dóciles aventureros de aquella lucha cruel! Todo en veinte años huyó para nunca más volver: metió el huertano en el arca, sudario de tiempo aquel, el jubón con cada broche de plata como una nuez, la chaqueta azul de gala, el morisco zaragüel, la capa majestuosa, la montera, el calañés y la manta espinardera, que orlaba caireles cien, y la huertana, la armilla, el refajo o guardapiés, el pañolico de espuma, a unos dos dedos del que el moño de picaporte iba gracioso a caer, la mantellina lujosa...
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