El 1 de noviembre de 1700 murió sin descendencia el último de los Austrias españoles dejando la herencia de un imperio extendido por dos mundos. La grandiosidad del legado hispano y la posibilidad de reeditar la temible superioridad de una corona cuyos réditos codiciaban las potencias europeas deseosas de evitar posibles alianzas que reeditaran la hegemonía pasada, se involucraron en el destino de un trono para que no alterara gravemente el nuevo equilibrio de fuerzas europeo. Pronto un conflicto sucesorio adquirió el rango de un problema internacional, en gran parte motivado por el origen de los pretendientes y de sus aspiraciones legitimistas, motivo desencadenante de un cuadro de alianzas a favor o en contra de los dos litigantes fundamentales, uno procedente de la influyente Francia de Luis XIV, otro, de la prestigiosa familia austriaca, cuyos miembros podrían reeditar las glorias imperiales de Carlos V.
De esta forma el siglo XVIII comenzó con una guerra de desigual destino para los territorios lineados en torno a Felipe de Anjou o al Archiduque Carlos. Ese clima bélico con sus protagonistas servía de marco a la exposición iniciada con el soberbio cuadro del rey Carlos II, pintado por Juan Carreño de Miranda. Tal retrato era algo más que una obligada evocación a la desaparición del personaje. La soberbia factura del lienzo y la condescendiente mirada del pintor sobre su rey, amparado por el aparato emblemático de los espejos del Alcázar, símbolos de la conducta real inspirada en las sugerentes insinuaciones de Emblemas y Empresas, mostraba tanto la tradición pictórica del retrato real, confrontado a los que le acompañaban –Felipe V, de Miguel Jacinto Meléndez o el Archiduque Carlos, de Auerbach– como la dolorosa realidad de una monarquía dramáticamente representada por un rey, de frágil, enferma y demacrada apariencia similar a la de una corona abocada a su decadencia.
Los valores asignados a este comienzo estaban amparados por la necesidad de un relato histórico basado en el transcurso de los acontecimientos y en la posibilidad de propiciar el encuentro de tendencias artísticas dispares como las representadas por los pintores reunidos en la sala. El lema de inicio –primum dux– recordaba las aspiraciones de un heredero de la vieja monarquía helenística, construida sobre los despojos de la herencia de Alejandro, modelo indiscutible de gobernante. Las pretensiones del joven aspirante griego de convertirse en rey fue sagazmente utilizada por los predicadores barrocos al glosar en las exequias reales las cualidades que en vida adornaron al príncipe y las virtudes que la sociedad reconocía en ellos.
Esas palabras atribuidas a un relato de Plinio –la máxima completa del autor de la Naturales istoria decía primum dux, demum rex– eran las más adecuadas para un monarca como Felipe V y para su causa legitimista en la que el reino de Murcia, gracias a la fidelidad mostrada al primero de los Borbones españoles, alcanzó la séptima corona de su blasón e hizo realidad el famoso lema inicial de la sección De castillos y leones ceñida, colofón del blasón de la ciudad en la que nació el escultor Francisco Salzillo.
Los avatares de la guerra y sus diversos escenarios mostraron la complejidad de un siglo y las implicaciones de sus protagonistas en la transformación del estado. No era, pues, el inicio de un tema de interés local, cuya virtualidad no traspasara los límites de un recinto urbano, sino el principio de una etapa comprometida con la política española y con la regeneración económica experimentada desde las últimas décadas de Carlos II. A nadie se oculta que la llegada del primer Borbón y la planificación de un nuevo modelo de estado tuvieron consecuencias decisivas en la historia del siglo XVIII y en la configuración de un panorama renovado que se extiende desde los últimos reflejos del barroco tradicional hasta las conquistas de la Ilustración, la modernización de la marina y la ingeniería militar, los arsenales y la construcción de navíos, la renovación de las estructuras agrícolas, la política hidráulica, la mejora de la educación, la introducción de nuevas tecnologías y un sinfín de anhelos que encontraron en la nueva dinastía y en el grupo de intelectuales, favorecedores del progreso, las claves regeneradoras del siglo XVIII, eran algunos de los motivos mostrados por una exposición que trataba conectar la figura de Salzillo con la trama de acontecimientos políticos, económicos, culturales y artísticos de su siglo.
Todo este panorama tuvo una especial incidencia en el reino de Murcia. Figuras como el cardenal Luis Belluga y Moncada, un hombre a medio camino entre la tradición más ortodoxa y la utopía ilustrada, representa, al decir de Saint-Simon, el modelo ideal de vasallo. Pero su gestión brillante y eficaz no quedó reducida a su lógico papel de prelado, sino que su nombre se encuentra, por muchos y muy singulares motivos, asociado a la Victoria de Almansa, una batalla decisiva en la Guerra de Sucesión, ocurrida en 1707, pocos días antes de nacer el escultor. A partir de ese momento, el reino consolida su posición política y económica en los asuntos del estado, sus figuras –Belluga, por ejemplo, protagonista de una política social impensable en su tiempo como el apoyo a los nacientes medios de comunicación social –Gazeta de Murcia– a la creación de montepíos, a la expansión de la agricultura, a la búsqueda de soluciones y mejoras para elevar el nivel de vida de sus fieles –desecación de tierras en la Vega Baja del Segura y establecimiento de nuevas poblaciones trazadas según el modelo jesuítico de las misiones americanas–, y escrutador de los graves problemas del estado, negociador entre la corona y la Santa Sede en cuestiones tan espinosas como las del Regio Patronato– son algunas de las más genuinas aportaciones al panorama del XVIII, en el que no faltaron otros personajes como Melchor de Macanaz –objeto del más vergonzoso linchamiento de la época–, el músico yeclano Oliver –miembro de un selecto grupo de cámara en la corte de Inglaterra junto a Johan Christian Bach–, los hermanos Antonio y Baltasar Elgueta, el obispo Diego de Rojas Contreras –presidente del Supremo Consejo de Castilla–, el médico acusado de herejía, Diego Mateo Zapata, el actor Isidoro Máiquez, retratado por Goya, la visión ácida y sorprendente de José Vargas Ponce, director de la Real Academia de la Historia, el tratadista Diego Antonio Rejón de Silva y, sobre todos ellos, el gran reformador D. José Moñino, conde de Floridablanca, uno de los personajes más eminentes del clima renovador del último tercio de siglo XVIII español.
Es fácil comprender que la confluencia de tales personalidades en generaciones que jalonan el siglo y la prosperidad económica vivida gracias a los impulsos de la agricultura y a la disponibilidad de nuevas tierras para el regadío, generaron un flujo de dinero sin el que no se podrían explicar la renovación de la arquitectura, la plasmación de los ideales dieciochescos en ornamentaciones, palacios, objetos suntuosos o fabricación de instrumentos musicales tan insólitos como los de Tadeo Tornel –su piano órgano del museo de Bellas Artes de Murcia es un ejemplo excepcional de los avances en la tecnología musical– y en la adopción de modas europeas que trasladan las sedas de Lyon, como productos competidores con las telas locales, cuyo reflejo último se puede ver en las policromías de Salzillo. La riqueza de un territorio, básicamente comprendida entre los años de 1680 a 1770, coincide con la obra del escultor y con la definición de un modelo señorial y aristocrático que tuvo su mejor reflejo en la configuración festiva del Viernes Santo murciano.
La historia restante hasta culminar toda esta panorámica tiene otros puntos de interés. Junto a la figura dominante de Jaime Bort, el autor de la fachada principal de la catedral de Murcia y del modelo propuesto para la reforma y saneamiento del Madrid de Fernando VI, aparece la función estratégica y militar de Cartagena, capital marítima del Mediterráneo desde Felipe V, y objeto de una política especial de la corona en su arsenal, fortificaciones y cuarteles. El desarrollo de la marina a través del Arsenal de Cartagena y la política favorecedora de algunos ministros marcaron los progresos del arte militar y permitió que las nuevas tecnologías aplicadas dieran sus frutos en las expediciones científicas emprendidas en el último tercio del siglo como la famosa de Malaspina, entre otras.
Esta apretada visión, a la que no es extraña la introducción de técnicas renovadoras en la industria sedera, sólo responde a una pregunta esencial planteada para responder al clima y a la trama histórica que ha de sustentar el pórtico imprescindible próximo al escultor. Por ello, junto al desarrollo de la historia, sus diversos protagonistas se funden con la figura de Salzillo y con el lenguaje de sus obras. Desde los comienzos de su actividad en 1727, un año antes de que naciera Floridablanca, comenzó a cobrar vida una escuela artística con personalidad propia. Acaso, este acontecimiento es el elemento vertebrador de un territorio que hasta entonces había vivido pendiente de aportaciones foráneas y ahora adquiría la condición de generador de sus propias soluciones. El mérito de Salzillo, más allá de sus dotes artísticas, radicó en la ruptura con los modelos del pasado y en su utilización como evocaciones de una cultura visual adaptada a las exigencias de un nuevo modo de ver la realidad.