Al acabar la guerra de Granada y superada la condición de frontera tanto tiempo mantenida por el reino de Murcia como consecuencia de su estratégica situación, varias ciudades experimentaron un considerable desarrollo como consecuencia de la seguridad transmitida por la conquista. Los viejos modelos de ciudades replegadas, cuya vida dependía de la solidez de sus muros y de la resistencia de sus viejas alcazabas, se transformaron en modelos abiertos, que conquistaron el llano llevando consigo el germen de una nueva realidad simbolizada por la expansión urbanística, el distinto rango concedido a los nuevos espacios y la presencia de signos exclusivos de una iconografía urbana que transformó su imagen. De esta forma dos opciones diferentes se ofrecieron a la vista y a las nuevas formas de vida surgidas tras la reconquista.
La ciudad en lo alto era el recuerdo del pasado marcado por la presencia de sus poderosas torres, muros y defensas, tras las cuales se organizó la vida dependiendo siempre del control visual del territorio. Aquellos símbolos, cuya existencia marcó la singularidad de estas poblaciones, establecían ya la primera distinción. Frente al poder de la arquitectura militar, única posibilidad que remitía a una historia llena de conflictos fronterizos, las nuevas construcciones buscaban la solidez de otros muros que en sus compactas estructuras invocaban esperanzas que trascendían las de la simple supervivencia. En Lorca esa oposición se vio refrendada por el contraste ofrecido entre la entidad simbólica de la Torre Alfonsina y San Patricio; en Caravaca, por el santuario y la fábrica de El Salvador, signo de la nueva realidad urbanística alcanzada.
La similitud de ejemplos no oculta las grandes divergencias que alumbraron su nacimiento. La colegiata lorquina era el resultado de ciertas aspiraciones que buscaban alcanzar un nuevo rango para la ciudad, favorecidas sus ambiciones religiosas por el poder municipal, promotor de la iniciativa. En Caravaca, el nuevo aliento urbano venía de la mano de la todopoderosa Orden de Santiago y de su deseo de convertir la ciudad en símbolo del poder establecido por la presencia de instituciones y personas que tradicionalmente gobernaban en su nombre y por medio de hitos constructivos y símbolos alusivos a su permanente tutela.
En esta realidad, la construcción de la parroquia de El Salvador y el ajuar encargado para sus habituales funciones religiosas, fueron algo más que obligadas acciones destinadas a dotar de elemental cobijo a la liturgia. A medida que surgía una fábrica no exenta de problemas, fueron llegando piezas de orfebrería para el culto, entre las que una cruz parroquial iba a alcanzar el rango nuevo y distinto que la Orden reservaba para la sede de la Vicaría.
A la cruz procesional de El Salvador le estaba reservada, pues, esa nueva jerarquía que trascendía los valores propios de una elaborada y rica pieza de orfebrería para lograr la condición de símbolo de la parroquia y del poder de la Orden que la sustentaba. Precisamente su importancia reside en esa idea jerarquizadora que exige, por una parte, una cuidada ejecución, ricos materiales y lujosa presencia, y, por otra, la de ser imprescindible testigo de todos los acontecimientos públicos en los que se convierte en emblema institucional. En este sentido, podríamos recordar la naturaleza tan distinta de ciertas cruces que las ciudades custodiaron como símbolo religioso y página de su propia historia. La diferente entidad de cada exposición reservaba a ciertas obras un lugar específico según las intenciones del argumento. En la exposición Huellas una cruz de plata sobredorada y cristal de roca, la del actual San Mateo de Lorca, servía de frontera a los siglos medievales recordando su condición de testigo del juramento de Fernando el Católico obligado a respetar las singularidades históricas de la ciudad, antes de su entrada a ella. Simbolizaba, pues, a la ciudad que la exhibía en el cortejo que precedió a la regia visita.
La cruz de El Salvador confirma, sin embargo, la estructura jurídica de la ciudad como parte integrante de los territorios de la Orden y la autonomía de que ésta gozaba en el interior de otras demarcaciones más amplias para el nombramiento de representantes en el gobierno, custodia y protección del santuario, el de los servidores religiosos de la parroquia y en otras cuestiones que afectaban –en confrontación con otros intereses– a la construcción de sus propios edificios y a cuantos negocios afectaran a las tierras de las que era dueña por privilegio de Alfonso XI.
La cruz de El Salvador no podía ser más que una rica pieza de orfebrería acorde a la condición eminente de sus propietarios. Fundida y trabajada en un taller de Alcaraz, es también signo de los tiempos que la España de principios del siglo XVI tuvo que vivir. La tradición artística asistía a los últimos rebrotes de un gótico final cargado de filigranas y de exquisitas decoraciones que habían calado los muros y convertido la arquitectura en un tejido de vibrantes figuraciones. La orfebrería del momento debidamente impregnada de tantas sutiles imposiciones vegetales y humanas, cuyas estructuras sobrepasaban los límites de la imaginación, propuso también aquellos inquietos ornamentos como parte de unos repertorios que consideraba la pared el soporte natural de la figuración.
Junto a estas fantásticas representaciones, otros recursos de diverso signo se oponían a la disolución estructural combinando la concepción arquitectónica de raíz gótica, de caladas tracerías, con los nuevos repertorios que el renacimiento aplicaba a la decoración de las nuevas obras de arquitectura. En una misma obra convivían los bordes dentados de cardinas que rejeros y orfebres aplicaban como su más personal y exquisita aportación, con candelieri, nichos avenerados y diferentes conceptos de la figura humana. Y en la cruz de El Salvador se dan cita todos estos elementos, desde el arqueamiento expresivo del crucificado, cuya atormentada anatomía recuerda obras de pintura de finales del siglo XV, a los corpóreos apóstoles del nudo concebidos como esculturas exentas, tridimensionales.
Esa síntesis de estilos, los propios de la España del siglo XVI convivió durante años hasta la total asimilación del renacimiento, trasmitiendo junto al espíritu de una nueva edad la sensibilidad por la decoración y el amor por el ornamento menudo. La cruz de El Salvador es testimonio de esa transición entre dos estilos.