Al morir el rey Felipe IV sin más opción de sucederle al trono que la ofrecida por su hijo Carlos –pues Baltasar Carlos, el príncipe pintado por Velázquez, había muerto a temprana edad– un tenebroso panorama se cernía sobre España, cuyo destino quedaba encomendado a un príncipe, niño aún, enfermo y acomplejado. La serie de circunstancias políticas y económicas de las décadas finales del siglo XVII, las experiencias desagradables sufridas por Carlos ante el lecho de muerte de su padre y las secuelas dejadas por la sucesión acelerada de primeros ministros, no empañaron la recuperación económica e intelectual de los últimos años del siglo, cuyo positivo balance recogería y administraría el primero de los Borbones españoles, ni el favor prestado a las Bellas Artes, en gran parte demostrado por las enfáticas y solemnes declaraciones del monarca acerca de su carácter intelectual, ni su afán de coleccionista ni la presencia de dos grandes pintores cortesanos, Claudio Coello y Carreño de Miranda, a los que se unía Lucas Jordán, último representante del mecenazgo regio cuya presencia contribuyó a dotar de eminentes decoraciones murales algunos ámbitos de los reales aposentos.
Contrasta profundamente la imagen física del monarca, fruto de sus propias desgracias personales y de las que la herencia genética le fue imponiendo –aumentada con la inestimable ayuda de clérigos administradores de pócimas que calmaran sus naturales y espontáneos apetitos–, con sus aportaciones a la historia de los años finales del Siglo de Oro español que tuvo un brillante epílogo tanto en la obra de esos artistas activos en la corte como en otros sectores del arte español, cuya recuperación se gestó en las décadas finales del siglo XVII cuando ostentaba la corona española este dramático personaje.
En efecto, aquellos años fueron decisivos para la definición de determinadas opciones artísticas como fue la inclinación a dotar a esas actividades de una cobertura legal que amparara su consideración intelectual y no es de extrañar que esos sonados triunfos fueran tenidos en cuenta por un escritor, pintor y tratadista llamado Antonio Palomino para escribir y subrayar cuantas conquistas en el ámbito social los artistas estaban alcanzando. La obra escrita de Palomino abordó el conocimiento de la pintura desde una vertiente científica y, aunque su Museo Pictórico sea considerado como la obra que cierra la literatura artística del Siglo de Oro, tuvo el mérito de abordar bajo nuevas perspectivas, alejadas del saber empírico tradicional, el adiestramiento en las Bellas Artes. Este nuevo planteamiento unido a la renovación científica de innovadores de las artes y del pensamiento, las insinuantes apariciones de soluciones escultóricas anticipadoras de la sensual consideración que de ellas tuvo el barroco final, convierten estos años en un inmenso laboratorio de experiencias artísticas al que no son aún ajenos los últimos ecos del barroco contrarreformista, ya en franca retirada ante la irrupción de otras formas que veían con delectación la naturaleza y en la que encontraban unas fuentes de inspiración basadas en la complacencia que producía el arte a los sentidos.
Todos estos hechos que, como eclosión final, acompañan al último de los Hausburgo españoles, se alejan considerablemente de la imagen que ofrecen sus retratos. La fragilidad que trasmite su figura y su consideración de símbolo que evoca la pérdida de una grandeza elevada sobre el dominio de dos mundos, siempre fue sometida al rigor con que debería ser reproducida la majestad real. El monarca no era sólo la cabeza del estado sino también un modelo de virtudes. Desde que el retrato antiguo encontrara la feliz solución de hacer al hombre público un ser dotado de cuantos valores la sociedad quería ver en él, siempre fue este genero artístico un vehículo transmisor de profundos conceptos ideológicos. Sin embargo, aunque existieron intentos de disimular ciertos rasgos que estaban en contradicción con una forma de ser ideal presumiblemente transmitida por el modelo, siempre la realidad se impuso a la huida consciente de esa mirada escrutadora e instrospectiva que los artistas dirigieron sobre sus retratados. Carlos II no podía ser una excepción.
Juan Carreño de Miranda escogió para la serie iniciada en el cuadro del Museo de Oviedo, continuada en otros del Prado y de diversas colecciones europeas, un escenario singular –el Salón de los Espejos del viejo Alcázar de los Austrias–, acaso porque su decoración, dirigida por Velázquez, le era familiar al haber trabajado a las órdenes del sevillano durante la remodelación final de aquel espacio. Pero junto a unas razones lógicas –que familiarizaba al pintor con su medio natural–, el Salón de los Espejos era algo más que una simple estancia en el viejo palacio. La decoración con los temas reproducidos en los transparentes cristales que, difuminados, dejan ver los espejos del fondo, vuelve a plantear el valor simbólico del retrato oficial. Juan Carreño de Miranda ha observado con serenidad la figura débil del monarca, su tez pálida, su afilado mentón, la naturaleza enfermiza de su cuerpo, los surcos marcados por profundas ojeras que alojan una mirada perdida sin posible objeto, pero ha dado a su retrato un matiz de dignidad y una supuesta grandiosidad corporal que nada tiene que ver con la frágil entidad del modelo sino con su condición de portador de los valores del estado.
Es entonces cuando retrato y escenario cobran una inusitada realidad. La decoración de espejos, la elección de temas mitológicos, en los que la virtud siempre encuentra un resquicio para triunfar sobre el vicio, la necesidad moral de superar las propias contradicciones y el carácter transparente, limpio y sin mancha que exigían los moralistas a los príncipes, entran en ese decálogo de signos que tienden a hacer más comprensible los efectos de aparato que tiene este retrato. El monarca es débil y enfermo, cualidades nunca consideradas las más idóneas para el gobernante, pues hasta los más ambiguos retratos de príncipes cuya androginia resulta manifiesta, fueron siempre rodeados del sistema simbólico más venerable para presentarlos como un compendio de virtudes, las mismas que los dioses le prestaban. El rey Francisco I de Francia, pintado con los atributos de dioses y diosas, resultaba, junto a la ambigüedad con que fue representado, un grandioso protector de las artes, un campeón en el amor y un temible enemigo en la guerra. Al Carlos V de Mülhberg no le eran ajenas las penalidades de la batalla que acababa de librar cuyo horror confundía el rojo sanguino de la guerra con el inflamado atardecer escogido por Tiziano.
Para Carlos II Carreño eligió el traje que tradicionalmente distinguía a los cortesanos españoles desde los tiempos de Felipe II. Otra vez lo invistió de una esperpéntica majestad al presentarlo como el jefe supremo del Toisón de Oro. Ahora lo representa de pie ante una de las mesas de patas leonadas y tableros de piedras duras, en cuyas decoraciones siempre latían efectos de pura ornamentación o escondidas anamorfosis. La solemne majestuosidad de los tonos velazqueños de los que Carreño se sirve como paradigma del retrato del Siglo de Oro, combinan la sobriedad del traje, con la enfática presencia de cortinajes rojos, añadiendo una ampulosidad más barroca que tiende a fundir el conocido retrato de aparato con otro en el que la penetración sicológica y la necesidad de hurgar en lo más profundo de los sentimientos humanos, como hiciera Velázquez –para quien la grandeza personal se alcanzaba exclusivamente por la contemplación de los valores humanos que el modelo encarnaba–, conquista una riqueza expresiva apropiada llena de simbolismo. Ésa es la forma con la que la majestad carolina se sobrepone a todos los registros de su malhadada enfermedad. Lleva espada al cinto en un intento de mostrar una fortaleza que no posee; en la mano, un memorial como destino de todos los asuntos del estado; sobre el pecho luce el vellocino de oro, símbolo de la orden borgoñona de la que es el jefe supremo. Y desde el fondo los espejos le recuerdan la transparencia de su conducta, la necesidad de una vida cristalina y la máxima recordada por la filosofía política transmitida en imágenes por medio de emblemas en la que se exige al rey ser un speculum sine macula, es decir, un espejo sin mancha.
Flanqueando el de Carlos II la exposición había mantenido la secuencia cronológica de los reyes españoles, sus antecesores o continuadores en el trono. Mariana de Austria, en espléndida obra de Carreño, le precedía, cubierta con las tocas de viuda con que inauguró su iconografía personal. Ante el fondo oscuro la figura agiganta su corporeidad y permite, situándola en primer plano, conocer la forma de ser y el carácter de quien tuvo que regir los destinos de la corona española durante la minoría de Carlos II.
Fueron varios los retratos de esta reina realizados por este pintor en los que invariablemente aparece con mirada adusta, sentada, de frente o levemente girada, en el interior de estancias apenas amuebladas, desveladas por algún cortinaje o ambientadas para recordar las funciones que le son propias. La energía que su rostro transmite, ahora dulcificado por un rictus de premonitoria tristeza, la acertada bicromía de blanco y negro, símbolo, acaso, de una corte de sombríos horizontes gobernada por un rey enfermo, no pueden ocultar la grandeza cromática de la blanca mancha de su hábito que domina sobre todos los restantes efectos, como un destello de luz que enmarca el rostro y sus delicadas manos. Carreño, con la penetración sicológica que caracteriza a sus retratos, verdaderos escrutadores del alma humana, ha insistido en la grandeza monumental de la figura aislada de su espacio para someterla al rigor de la contemplación solitaria como hiciera Velázquez. El retrato español que había conquistado la cima de su propia genialidad al desprender a los modelos de signos explicativos y lecturas complementarias, estaba a punto de morir, dejando un enorme vacío que no pudieron llenar las generaciones de finales de siglo ni las tentativas de Felipe V para que Lucas Jordán asumiera la función eminente de retratista de corte.
Una exposición, además de instruir a los visitantes sobre los episodios fundamentales de su argumento, es también un motivo excepcional para transmitir secuencias artísticas precisas que justifiquen ciertos cambios. Si a un lado del rey Carlos II su madre Mariana de Austria mostraba cuáles eran los fundamentos teóricos y artísticos del retrato cortesano, la cercanía del de Felipe V, atribuido a Miguel Jacinto Mélendez, mostraba la otra cara de la moneda, es decir, la falta de consistencia del retrato español anterior a la llegada de los grandes pintores franceses cultivadores del género. Ya la exposición Huellas había empleado un retrato de tres cuartos de este rey pintado por Jacinto Rigaud a instancias de Luis XIV en los momentos de la marcha del nuevo rey a la corona española. La sagacidad política del monarca francés aconsejó un riguroso respeto por las costumbres españolas al nieto que venía a ocupar un trono cargado de incertidumbres. Rigaud, volvió sus ojos a los retratos tradicionales, como el de Carlos II y el de su madre, evocando la solemne majestuosidad de la figura solitaria velazqueña, por entender que tanto la obra del genial sevillano como la que recientemente hicieron otros pintores en la corte del monarca sin sucesión, eran los instrumentos de persuasión más convincentes al repetir una imagen muy familiar.
Pero cuando la iniciativa corresponde a este lado de la frontera, la situación resultó bien diferente. Visto ya en Huellas un modelo que respondía a inquietudes políticas y a la necesidad de asumir cuanto antes las costumbres de los nuevos súbditos, se trataba en esta muestra de ofrecer el lado contrario. Los pintores españoles de esos primeros años no tenían información visual del nuevo monarca, habrían de imaginarlo envuelto en la aparatosidad del entorno de Versalles, cuya fama y fastuosidad era conocida en toda Europa y resultaba, además, paradigmática como ejemplo de lujo y boato. Vestido a la francesa, con una gran peluca ensortijada, amplio pañuelo de encajes y una casaca roja de terciopelo de puños brocados, trata de darnos a conocer la hipotética figura de un monarca desconocido, francés de origen. El cetro y un memorial en el que se lee la palabra Señor son los símbolos de su nueva dignidad así como la forma con que en su persona exhibe las órdenes del Santo Espíritu y del Toisón de Oro, cuyos emblemas penden de su pecho. Pero la forma colorista, rica y fastuosa de un retrato de ostentación, al que no son ajenas ciertas poses ya tradicionales en el retrato de aparato, como la forma de girar el cuerpo para mostrar el memorial que lleva en sus manos y la roja cortina que solemniza el escenario, le hace perder espontaneidad, tanta como gana en interés iconográfico incluso por encima de su calidad artística.
A la vista de los resultados que ofrece esa obra no es de extrañar que una de las primeras necesidades sentidas por el nuevo monarca fuera la de rodearse de artistas que le permitieran asumir todas las iniciativas propias de una corte en la que el retrato constituía, junto a la historia y la mitología, las doctrinas en las que se basaba la grandeza retórica del poder. Sin duda alguna, esta obra, con todas las limitaciones impuestas por la distancia y por la entidad artística de su ejecutor, es un signo de la necesidad que tuvieron los artistas españoles de aproximarse al nuevo monarca, buscando el amparo del futuro vencedor, o remitiendo obras a quien disputaba con iguales derechos la corona de Carlos II. La Guerra de Sucesión dividió territorios y artistas, aunque muchas de sus victorias tuvieran un efímero esplendor.