Pedro Berruguete. Santa Elena buscando la Cruz. Museo de la parroquia de Santa Eulalia. Paredes de Nava. Palencia
Pedro Berruguete. Santa Elena buscando la Cruz. Museo de la parroquia de Santa Eulalia. Paredes de Nava. Palencia
Fundación Cajamurcia
Pedro Berruguete. La verificación de la Cruz de Cristo. Museo de la parroquia de Santa Eulalia. Paredes de Nava. Palencia
Pedro Berruguete. La verificación de la Cruz de Cristo. Museo de la parroquia de Santa Eulalia. Paredes de Nava. Palencia
Fundación Cajamurcia

     “Empleáronse en la cruz cuatro clases de madera: de olivo, de ciprés, de cedro y de palmera”. Así es la descripción que Jacopo della Vorágine introduce en La Leyenda Dorada al narrar los milagrosos episodios que precedieron al hallazgo de la reliquia promovido por Santa Elena, madre del emperador Constantino. Diversas cualidades reconocieron los antiguos en estas maderas cuyos nombres aparecieron en la Biblia como signos que adornaban el alma del justo, preservaban de la corrupción, componían los líquidos sagrados para la unción o eran símbolo de victoria. Nada escapó a la perspicacia de los primeros historiadores eclesiásticos dispuestos a hacer de la tradición un repertorio de alegorías poéticamente resueltas como formas de ordenar todos los actos humanos.

     La confusa historia de la aparición de la cruz incorporaba héroes antiguos a los que se atribuía diverso protagonismo en su afán por descubrir la existencia de un logos que había diseñado desde la creación la genealogía del madero. Adán, la reina de Saba, Salomón, Constantino, Santa Elena y Heraclio fueron responsables de una legendaria narración que, por diversas y contradictorias fuentes, recorría el camino trazado desde el sepulcro de Adán hasta el calvario, preparando el camino para su localización.

     Fácil es comprender la credulidad mostrada hacia un acontecimiento tan notable que ponía ante los ojos uno de los más venerados signos del cristianismo recuperado en la fase de euforia despertada por la tolerancia imperial y la incorporación de significados miembros de la familia del emperador a los principios de la nueva religión. La necesidad de contar con objetos que directamente aludieran a la figura del fundador hallados por el entusiasmo de la emperatriz Elena y la indiscutible autoridad de su propagadora, hicieron el resto, propagando su culto, difundiendo su memoria y dividiendo el precioso objeto en múltiples astillas alojadas en preciosos relicarios.

     Atrás quedaban los sinsabores del hallazgo y los interminables interrogatorios a quienes los funcionarios imperiales consideraban sabedores del misterioso ocultamiento. Al carácter simbólico de los maderos se añadió el no menos intencionado nombre del conocedor del lugar en que se escondía. Un nuevo Judas hizo acto de presencia, esta vez para revelar, bajo tortura, el punto exacto del monte Calvario en que permanecía enterrada. Para que la historia tuviera un final feliz, el reacio judío, tras revelar los secretos que le fueron confiados por sus antepasados, se convirtió al cristianismo al ser testigo de los portentos obrados por la sagrada reliquia. Su nuevo nombre, Ciriaco, revestido del empaque que le daba la procedencia griega del que adoptaba y el rango simbólico de su significado, fue martirizado por Juliano el Apóstata.

     El aire novelesco de esta historia tenía fascinantes episodios capaces de excitar la imaginación de los artistas y el entusiasmo de los historiadores. El culto a la cruz no quedaba aislado de los preciosos detalles que narraban su aparición y el poder de defensa y protección que emanaba de su presencia. Cofradías, hermandades o simples devotos se aprestaron a dedicar retablos e historias que mostraran los detalles del hallazgo e incluyeran a sus verdaderos protagonistas. Y Pedro Berruguete fue uno de los que realizaron un retablo dedicado a exaltar a la Vera Cruz para la localidad palentina de Paredes de Nava. Una de sus tablas se contempla en esta exposición.

     En el paisaje artístico de los Reyes Católicos, según afortunada indicación de Joaquín Yarza, la figura de Pedro Berruguete cobra una significación especial por ser un representante de excepción de las tendencias dominantes en la pintura y el arte del reinado. Los últimos años del siglo XV y los primeros del XVI vieron aparecer en la península un arte de síntesis, de naturaleza conservadora, que unía bajo una misma fórmula las consecuencias del predominio flamenco, las tímidas apariciones del renacimiento del sur de Europa y la poderosa imagen de la tradición hispana representada por el elemento mudéjar. Esta triple tendencia forjó la personalidad de artistas como Pedro Berruguete, cuya trayectoria se enriqueció, además, con la estancia en Italia y el contacto mantenido con otros artistas que con él trabajaron en el studiolo de Federico de Montefeltro, duque de Urbino, y en la Biblioteca de aquel palacio.

     Tal panorama artístico era decisivo para una mentalidad como la española que apenas exigió cambios en la pintura, pues incluso, los representantes de la diplomacia de los Reyes Católicos que, como privilegiados testigos, asistieron en Italia a la renovación experimentada por Bramante, alentaron y favorecieron el nuevo arte que irrumpía con fuerza en Roma, capital de las experiencias artísticas del Cinquecento, pero, al retornar a su Castilla originaria, recuperaron su interés por la filigrana gótica y por un arte emotivo, íntimo y romántico, que prefería la ingenuidad de la visión flamenca, su opción preferente por una realidad minuciosamente descrita y los efectos de una pintura de brillantes barnices que enmarcaban, bajo las techumbres mudéjares, unos modelos heredados de Van Eyck.

     De esta forma, la figura de Pedro Berruguete alcanzó la sensata interpretación que posibilitó su estudio en Italia y España como representante de ese campo de experiencias artísticas desarrollado durante el reinado de los Reyes Católicos. En efecto, la labor de continuación de las pinturas de Justo de Gante en Urbino puso ante el pintor de Palencia toda la poderosa inspiración de los modelos venidos del norte de Europa, por otra parte, ampliamente conocidos en España, pero elaborados junto a tendencias ornamentales propias del renacimiento que alteraban la unidad formal de los viejos escenarios góticos renovados por la presencia de otros motivos decorativos que ponían en plano de igualdad la tracería gótica, la complicada trama de las maderas mudéjares y las nuevas modas del renacimiento.

     Este arte de síntesis definió plenamente la pintura de Pedro Berruguete. La presencia de tapices flamencos, una de las ricas muestras de la corte de los Reyes Católicos, consecuencia de las relaciones comerciales con las repúblicas del norte de Europa, en ocasiones se incorporan a su pintura como delimitadores de espacios compartidos con arquerías de diseño clasicista enmarcando unas sólidas figuras relacionadas a su vez con la delicada silueta de los pintores flamencos y con la monumental personalidad de los quattrocentistas italianos.

     Aunque la generación de pintores con los que estuvo relacionado Berruguete en Italia no fuera la que integró la nómina de los grandes creadores del momento, sí que sus influencias se dejaron notar. La figura en busto, levemente girada, recuerda la tradición de la escultura clásica así como la penetrante mirada dirigida sobre unos modelos que definen el espacio por la consistencia de la sombra, son ecos de la forma con que hubo de manejar los progresos de la perspectiva y la nueva teoría de las proporciones. A medio camino entre los fundamentos pictóricos de la perspectiva y su definición pictórica por medio de sensaciones de atmósfera alcanzadas por la matización del color, Pedro Berruguete supo aunar en su persona los signos de un eclecticismo que reúne bajo un mismo episodio el renovado marco de la arquitectura y la poderosa influencia de la tradición hispana.

     En el contexto propio del final de su aprendizaje se desarrolló el retablo de la Vera Cruz. La historia de su búsqueda siguió los pasos trazados por la tradición propagada tanto en la Historia Eclesiastica de Eusebio de Cesarea como en el Speculum Historiale de Vincent de Beauvais. Las ricas experiencias narrativas de esos textos más la fortuna alcanzada por la Leyenda Dorada fueron suficientes para servir de motivo que enlazara la veneración de la reliquia con los pormenores contados en las historias más antiguas. Nadie cuestionaba la veracidad de las noticias de su milagroso hallazgo, incluso se veía una determinación sobrenatural sobre los momentos en que la cruz alcanzaba la condición de instrumento defensivo y protector. Por eso, cuando Berruguete ha de atender el encargo de la parroquia de San Juan de Paredes de Nava (Palencia) narró todos los detalles del episodio con sus sabrosas consecuencias: la insistencia de Santa Elena, la resistencia de los judíos, la sorprendente prueba del resultado y el perdón final. Pero sabemos que ahí no concluyeron los avatares de tan precioso madero.

     Son pocos los datos conocidos sobre las tablas conservadas de este retablo, del que restan sólo las escenas de la verificación de la cruz, el interrogatorio al judío y los cuatro evangelistas. Fechado entre 1470 –1471, muestra cómo eran los fundamentos artísticos de un pintor, en el que el decorativismo gótico y la tradición flamenca, actuaban como componentes básicos de la formación. Este ambiente contrasta considerablemente con el renovado artista que vuelve de Italia, incluso, sus nuevas maneras parecen justificar no sólo los cambios experimentados en la composición, el concepto del espacio, la perspectiva y la figura humana, sino en la manera de corporeizar algunos volúmenes como los supuestos retoques introducidos en alguno de los evangelistas conservados.

     Pedro Berruguete fue uno de los introductores del renacimiento en Castilla.



Logo Fundación Cajamurcia

Logo Proyecto Huellas