Cuenta Eusebio de Cesarea que una señal luminosa formando una cruz anunció a Constantino, en las horas meridianas del sol, su victoria sobre Majencio. Las consecuencias de aquel suceso no se hicieron esperar, ya que los signos alusivos al Salvador quedaron prendidos de las enseñas romanas en igualdad de condiciones que aquéllas otras que proclamaban la autoridad política del pueblo romano, en nombre del cual se actuaba, y presagiaban el nacimiento de una nueva edad de trascendentales consecuencias para el cristianismo ahora desarrollado como religión tolerada.
La primera de las manifestaciones públicas de la nueva religión quedaba así asociada a la política imperial que pronto comprendió las ventajas ofrecidas por un modelo de estado basado en la unidad religiosa como última garantía que salvara la maltrecha unidad interior y permitiera la aparición de un estado fuertemente centralizado necesitado, además, de una nueva identidad para la que no valía ya la imagen de la vieja y milenaria Roma.
La universalidad de los valores cristianos tendía un manto de igualdad de superior rango a las diferencias culturales, pues siendo de naturaleza espiritual, convenía a cualquier mundo sobre el que se proyectara y servía de elemento unificador frente a la diversidad de culturas asimiladas por el imperio romano que ahora estaban dando muestras de su vigor al asumir un protagonismo que cuestionaba no sólo la entidad sobrenatural de sus antiguos dioses sino la fuente artística más importante que provenía del mundo helenístico cuya base cultural se nutría del dominio absoluto de la naturaleza. Rota, pues, la unidad artística creada por Grecia, los nuevos valores estéticos reflejaron las profundas crisis vividas, alimentadas por la inseguridad interior, el desmoronamiento de los valores tradicionales y la inestabilidad política, elementos desestabilizadores que, plasmados en un arte de naturaleza trascendente, sencillo, geométrico, compacto y expresivo, inauguraban una nueva edad, cuna de la nueva Europa, clásica y cristiana a la vez.
Todos los artistas que representaron el milagroso episodio de Constantino tuvieron en cuenta los valores simbólicos e históricos contenidos en el mensaje transmitido al emperador por un enigmático signo alzado por los aires para garantizar la seguridad de la victoria y demostrar que la nueva religión era firme aliada de la causa imperial a la que prestaba amparo como sustento de una ansiada unidad interior que habría de resultar tan sólida como la herencia espiritual garantizada por el origen sobrenatural del fundador.
Estas razones fueron determinantes para escoger cuidadosamente la asistencia brindada en el contexto de una narración dotada de diversas intenciones, como la de certificar el triunfo del cristianismo, la de reclamar la legitimidad de la iglesia como heredera del liderazgo espiritual, político y artístico del clasicismo, o consolidar la vieja idea de un legado imperial que justificaba su poder temporal.
Francisco Herrera el Viejo era un pintor lo suficientemente hábil para comprender los distintos alcances de este episodio. Dadas las grandes dimensiones del lienzo pudo construir en horizontal una historia llena de intencionalidades narrativas que ponían de manifiesto el verdadero objetivo del cuadro que es mostrar el vínculo existente entre la historia política y religiosa en la que ambas certificaban su primera alianza. Dada la importancia del mensaje, Herrera construyó un escenario solemne dividido por una enorme columna de fuste estriado envuelta en un cortinaje que, con el estandarte situado a su izquierda, imprimió una atmósfera teatral a la visión repentina de un destello de luz encendido en el cielo sobre el campamento de Constantino. Fueron precisamente estas condiciones teatrales las que infundieron un aire de grandiosidad a las ya grandiosas dimensiones del cuadro, porque permitían dirigir la mirada hacia el origen de la narración, situado a la izquierda, como si de una escena teatral se tratara, en la que se han empleado todos los recursos técnicos de enorme fascinación que ya preludian las construcciones barrocas y los juegos de luz y de sorpresa introducidos en el lenguaje visual para provocar la atención del espectador que, absorto, contempla la irrupción de un foco luminoso inesperado. Constantino quedaba, pues, en un palco privilegiado.
Hay que valorar la forma con que Herrera combinó los contenidos simbólicos y los meramente narrativos asociados a recursos de índole artística en la forma de yuxtaponer planos y escenarios con sus distintas escalas. Para marcar una transición coherente entre la enorme columna que divide el lienzo, separando los acontecimientos que ocurren al aire libre de los que tiene lugar en el interior, sitúa dos figuras que actúan como auténtica referencia dimensional. Un soldado, hercúleo, símbolo de la poderosa pintura de este maestro sevillano, cuya rebeldía engrandece aún más su posición intelectual forjada más allá del férreo control de los intereses gremiales, es un estudio del natural en el que el cuerpo humano interesa como poderosa masa expresiva, contundente y vigorosa. Siendo una figura pensada para ambientar ciertos aspectos complementarios, revela la importancia del dibujo en el ejercicio de la pintura como medio de aproximación entre la realidad artística y la natural al transmitir una belleza corporal insólita. Él es el origen de una escritura visual de sutiles intenciones narrativas y artísticas para equilibrar volúmenes y trazar ejes compositivos compensados por la imagen del emperador que, en otro plano, adora la cruz.
La segunda figura es la del emperador Constantino venerando el signo precursor de su victoria. Como los personajes del cuadro, no va ataviado a la manera antigua, como lo hubiera sido en el renacimiento, sino representado bajo la apariencia de un monarca contemporáneo. Sobre un reclinatorio de terciopelo rojo Constantino viste armadura de gala, de las que eran utilizadas en los alardes y paradas militares y manto con muceta de armiño. A sus espaldas, la inconfundible corona del Sacro Imperio confirma la intención de representar al emperador como imagen reconocible.
Este lienzo fue pintado como parte de una grandiosa serie dedicada a la Historia de la Santísima Vera Cruz, ciclo encargado al autor en 1614. Destinado a la capilla de la cofradía de la Vera Cruz en el convento franciscano de Sevilla, desapareció casi en su totalidad, conservándose únicamente dos lienzos, de los que el presente es uno de ellos.
Las fuentes iconográficas utilizadas recuerdan también el episodio narrado por Eusebio de Cesarea en su Vita Constantini. En dos instantes el historiador narró la visión y sus consecuencias. “En las horas meridianas del sol –dice Eusebio de Cesarea– cuando ya el día comienza a declinar dijo que vio con sus propios ojos, en pleno cielo, superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz, construido a base de luz y al que estaba unido una inscripción que rezaba: con éste vence. El pasmo por la visión sobrecogió a él y a todo el ejército, que lo acompañaba en el curso de una marcha y que fue espectador del portento. Y decía que para sus adentros se preguntaba desconcertado qué podría ser la aparición. En esas cavilaciones estaba, embargado por la reflexión, cuando le sorprende la llegada de la noche. En sueños vio a Cristo, hijo de Dios, con el signo que apareció en el cielo y le ordenó que, una vez se fabricara una imitación del signo observado en el cielo, se sirviera de él como bastión en las batallas contra los enemigos”.
La cruz como signo protector se convertía por primera vez en talismán defensivo. No extraña que su vinculación al mundo franciscano fuera uno de los motivos por los que esta obra fuera pensada para una capilla que se ubicaba en el convento sevillano de esta orden y que ilustrara uno de los episodios decisivos en la vida del emperador y de la nueva religión a la que desde entonces dio amparo. Herrera pintó, además para el mismo ciclo, otro cuadro alusivo a la visión hispánica de este portento, precisamente el ocurrido en Caravaca, como muestra del prestigio que la reliquia murciana había alcanzado por todo el mundo. La literalidad del relato, transmitido por las historias que circulaban sobre la aparición, coincidía con el resurgir de unas narraciones –la del jesuita Robles Corbalán, de 1615, por ejemplo– que sentaron las bases narrativas del portento cuando la expulsión de los moriscos daba paso a un clima de euforia católica que vio en la intervención sobrenatural el curso decisivo de la historia.