Cipo funerario del Barranco Ancho. Ca.475-450 a.C. Museo Arqueológico. Jumilla
Cipo funerario del Barranco Ancho. Ca.475-450 a.C. Museo Arqueológico. Jumilla
Fundación Cajamurcia

     Toda exposición es una mirada al pasado. A través del argumento y de la naturaleza del espacio la historia despliega su mirada para que el espectador comprenda y comparta sus significados. En ese marco de comunicación directa, la obra de arte cumple una misión excepcional, pues a ella se confía la función mediadora entre una realidad lejana y un tiempo distinto desde cuya distancia lo observamos. Dialogar con los objetos y comprender la razón de su existencia exigía algo más que su bella presentación. La historia narrada no era una fría sucesión de acontecimientos dispuestos para el puro deleite visual, sino que su misma belleza proporcionaba certeras respuestas que rebasaban los límites propios de una simple ilustración para convertirse en la manifestación viva de una época recuperada a la que interrogamos con la esperanza de obtener una contestación satisfactoria. La obra de arte habla a quien le mira, responde a quien le interroga y en ese fingido coloquio de preguntas y miradas, el tiempo recobra su existencia, volviendo a encontrar una realidad perdida.

     De esta manera, los argumentos cobran forma bajo la apariencia real y efectiva de la creación artística como una noción intelectual de la perfección, según indicara Mengs. Ese entendimiento devuelve al presente remotas inquietudes adormecidas por el paso de los años. Es una forma de dar vida a lo que creíamos muerto y de recuperar lo olvidado. La mirada que habla es seguramente eso, el mensaje escondido de una exposición.

     La tendencia natural del mundo ibérico a expresar sus sentimientos por medio del lenguaje de la escultura y hacer de este arte uno de los principales signos de su desarrollo cultural, ha encontrado en esta obra jumillana un capítulo más con que enriquecer la historia. La importancia considerable que hoy se le tributa ha rebasado los estrechos límites que lo condenaban a su condición de mero exponente de un arte menor, rudo y primitivo, comparado con el aportado por los visitantes llegados del Mediterráneo oriental portadores de un desarrollo estético e intelectual muy superior al que mostraban estos primitivos pobladores. Con ser ciertas muchas de las afirmaciones que subrayaron el impacto producido por el mundo que llegó a las costas españolas –fenicios y, sobre todo, griegos– no lo es menos la certeza de que la escultura ibérica no se explica solamente por las influencias foráneas, sino que responde a experiencias propias, fruto de una madurez que la dotó de mecanismos expresivos particulares configurados en la introducción del alfabeto y la escritura y en la adopción de una fisonomía determinada por una nobleza de actitudes, por un sentido de la dignidad y gravedad religiosas y por la delicada riqueza del adorno.

     Acaso, sean éstas algunas de las cualidades que definen al arte ibérico y su inquietante mundo de quimeras y fantasías animalísticas, cuya fiereza convive en las delicadas decoraciones cerámicas con la elegancia y delicadeza de sus damas esculpidas, en las grandes siluetas de sus toros con el toque de distinción alcanzado por la riqueza y poder de las joyas que ennoblecen el solemne rostro de sus deidades femeninas.

     Los grandes motivos iconográficos generalmente representados tanto por la escultura como por la cerámica pintada tuvieron una serie de puntos comunes en los que predominaban los referidos al mundo animal, uno de los signos que revelaban el culto a las misteriosas fuerzas de la naturaleza veneradas, el guerrero labrado en piedra o fundido en bronce en funciones de exvoto personal y la alta estima alcanzada por la orfebrería.

     Puestos de relieve los grandes rasgos de un arte que transitó desde las simplificadas y voluminosas siluetas de sus toros a las suaves y elegantes formas de sus representaciones femeninas, todo parece indicar que, como ocurrió con otros pueblos mediterráneos, el ibérico fue especialmente sensible a convertir a la escultura en el instrumento predilecto para mostrar sus creencias. Las grandes damas oferentes, de complicados tocados que a Artemidoro recordaban armas erizadas de puntas metálicas, poblaron los santuarios como diosas a las que se investía de una inusual riqueza. La predilección por la escultura fue un signo de madurez artística, pues en ella se encontraba la mejor respuesta a una realidad tridimensional escondida tras la insinuante narración de la fábula, de un mundo poblado de quimeras y bichas al que el ibero sometió al rigor de la geometría y a la visión concreta de la naturaleza.

     Poco importa si algunos de los rasgos analizados en la simplicidad de la escultura, en la forma caligráfica de dibujar los cabellos, en la rasgada línea de los ojos, se refieren a tendencias arcaicas ya observadas en otras obras o si la intención de dotar de vida aquellas obras es similar a la transmitida por la euforia surgida en Grecia tras su conflicto con los persas. Lo verdaderamente importante en la escultura ibérica es su capacidad para encerrar en los límites de la piedra calcárea preferida para sus obras toda la solemnidad de sus divinidades concebidas como un puro deleite de suaves y delicadas anatomías o la certificación del valor del guerrero dormido tras el sueño de la victoria. Las siluetas compactas de sus Damas, acompañadas de vistosas joyas que demuestran el alto grado de perfeccionamiento alcanzado, sublima sus rotundas y certeras formas en la belleza de sus rostros o en la manera de venerar el valor personal en quien ha alcanzado la condición de héroe. La capacidad para traducir abstracciones por medio de lenguajes sensibles, como la sensación de un ser divino, enriquecido hasta la exageración barroca, el valor de la victoria que certifica la monumentalidad de la tumba, la intuición de un mundo de fuerzas ocultas transmitidas por monstruosas criaturas como guardianes de la sepultura, aspiran a perpetuar a través del tiempo los valores dominantes de sus creencias y costumbres.

     Fue la escultura la que permitió hacer realidad estos sueños al monumentalizar el sepulcro y llenarlo de objetos que recordaban la vida del difunto y sus principales ocupaciones. Si en la escultura monumental que cubría a aquél dominaban los valores públicos del individuo, en los sencillos y simplificados exvotos introducidos con las cenizas se encontraba un aspecto íntimo y privado de la religiosidad. Cuando apareció el denominado cipo funerario de Jumilla en el curso de las excavaciones llevadas a cabo en la necrópolis de Coimbra del Barranco Ancho, muchos de los elementos constitutivos de la plástica ibérica se dieron juntos en un alto grado de perfección. Aunque dispersos por el lugar aparecieron diversos restos, como los que forman el núcleo esencial de la sepultura, es decir, el cipo con relieves en sus cuatro caras, otros fragmentos escultóricos, guerreros recostados y diversas piezas de toro, se encontraron en sus proximidades. Todo un repertorio simbólico que ensalzaba el valor de la victoria y dejaba la custodia de su memoria a los fieles animales guardianes del sepulcro. La relación iconográfica establecida entre las obras halladas, incluso entre las no pertenecientes a un mismo enterramiento, son una suerte de repertorio alegórico de carácter casi narrativo.

     El guerrero representado en tres de las cuatro caras del cipo es un ser victorioso, no el feroz guerrero recordado por César, sino el triunfador, el merecedor del recuerdo. La escultura ecuestre ha sido, por tanto, uno de los símbolos más antiguos de la representación del poder en su más genuina esencia especialmente si era sometida a la pública a contemplación para veneración y memoria de las generaciones venideras. Ese soldado, enriquecido con adornos forjados en metal, domina el espacio. La naturalidad del paso del caballo, la firmeza con que en uno de los relieves el jinete levanta el brazo, la secuencia de movimientos mesurados para ofrecer la visión lateral ligeramente escorzada de las figuras, las siluetas recortadas sobre las líneas que las enmarcan, muestran la voluntad de expresar un movimiento envolvente que concluye cuando una figura parece ser acogida por una divinidad mientras la seguridad de su descanso quedará velado por los fieros guerreros recostados que son el símbolo de su victoria y el temible toro que custodia su sueño.

     La cronología del hallazgo fue establecida por la prof. Muñoz Amilibia en torno al siglo IV a. C. lo que muestra un notorio grado de madurez alcanzado por la escultura ibérica para las representaciones naturalistas. Aunque los progresos en la perfección anatómica puedan ser un testimonio de la evolución alcanzada, no siempre tales reflexiones andan en armonía con los propósitos escondidos en una obra. La forma estereotipada del rostro, la tendencia a revestir de uniformidad los rasgos físicos tienen menor importancia que la concedida a los símbolos. El prototipo normalmente queda vinculado a otras intenciones de naturaleza sicológica que son la expresión de valores colectivos o de los que la sociedad le atribuye.



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