El siglo XVIII fue de una gran movilidad institucional, de remodelación del Estado Moderno, lo cual conllevó un proceso de lucha contra la secular atomización del poder, de intensa reglamentación y centralismo. La administración municipal no escapó de esta tendencia, más bien todo lo contrario, puesto que las reformas se hicieron para limitar el poder y las enormes competencias de las elites locales en provecho de una uniformidad administrativa y legislativa a nivel nacional controlada por los primeros Borbones y su enorme maquinaria burocrática de inspiración francesa. El municipio era una institución todopoderosa, antagónica con las aspiraciones de expansión y control del Estado central. Además, coexistían diferentes realidades y modelos, divididos en función de la extensión e importancia del municipio, su constitución legal histórica y su pertenencia a un determinado reino. El modelo más extendido era el castellano. A pesar de las diferencias, podemos decir que el municipio se caracterizaba por haber perdido en buena parte su dimensión política por no reunirse de forma cotidiana las Cortes. Habían por tanto concentrado su actividad en la administración del patrimonio municipal y la gestión de los servicios. El Ayuntamiento se había convertido en una maquinaria al servicio de los intereses de unos grupos de poder que confundían su propio patrimonio con la gestión municipal, que realizaban en función de su propia perspectiva familiar y siguiendo costumbres seculares.
La gestión municipal no era sencilla. Conllevaba una enorme dedicación y se complicaba por la fragilidad económica de una sociedad marcada por las contingencias de la vida rural, la escasez de comunicaciones, el atraso de los sistemas de comercialización interior y la dependencia climática. Era un equilibrio difícil de mantener, especialmente en épocas de epidemia, malas cosechas o guerra. El único freno posible al control de los poderosos hasta las reformas de 1766 era el representante del poder real, el corregidor. La intervención de éstos alcanzaba a los más variados aspectos de la vida concejil y esto suponía a veces la existencia de roces y tensiones, especialmente en los comienzos de su mandato, cuando acudían con el ardor propio del neófito, las consignas bien aprendidas y la defensa de los intereses del monarca por bandera. El desarrollo de la relación, que solía durar tres o cuatro años a lo sumo dependía, no cabe duda, del carácter del corregidor, su vinculación previa con la ciudad y su condición política o militar. Desde el primer día, los poderosos del municipio tanteaban al nuevo inquilino municipal de diferentes maneras: con halagos, haciéndolo cómplice de determinadas situaciones o alejándolo con tácticas disuasorias de los asuntos municipales. Si el neófito persistía en realizar con rigor su tarea era fácil conseguir que los vecinos lo despreciasen o conseguir su destitución por cualquier motivo.
Pese a todo, podemos decir que durante el siglo XVIII el poder central consiguió con una activa actitud reformista y legislativa en algunas décadas lo que sus representantes en los municipios no pudiesen durante siglos: fiscalizar el control de los capitales y los abastos, controlar la recaudación de impuestos, reducir las competencias municipales y conseguir una tímida representación popular con el nombramiento de los síndicos personeros y los representantes del común en virtud de las reformas del 66. Se consiguió crear a lo largo del siglo una corriente de opinión contraria a la perpetuidad de los oficios municipales. Sin embargo, el apartamiento de la vida municipal de determinadas familias era muy complicado porque conllevaba una transformación revolucionaria desde el punto de vista socioeconómico, pues la actividad política municipal se asentaba sobre una serie de privilegios seculares y un sistema productivo que giraba en torno al sistema señorial.
La realidad es compleja y nos permite concluir que las tendencias reformistas concebidas en torno a la vida municipal, vitales para iniciar reformas de otro tipo, se vieron obstaculizadas por la ausencia casi total de una burguesía comercial que hubiese planteado una alternativa a la estructura económica tradicional y hubiese podido ser sostén y soporte de la política borbónica. Más bien, al contrario, la escasa burguesía se ve deslumbrada por los encantos del Antiguo Régimen y cuando consigue su principal objetivo el ascenso social se acomoda y traiciona a sí mismo imitando a los grupos privilegiados, aceptando la realidad económica y prescindiendo de su propia naturaleza. La pieza fundamental del Reformismo Borbónico a nivel municipal era el corregidor. Por rango y protocolo, era la máxima autoridad a nivel municipal, e imprescindible para que se celebrasen las sesiones del Cabildo. Podía ejercerse directamente o por medio de un sustituto que, en el caso de Cartagena, según las épocas y las circunstancias podía ser un acalde mayor, un teniente de corregidor o, incluso, el decano de los regidores. En algunas etapas existió corregidor de letras y, otras veces, ejercía el control del municipio la propia autoridad militar, directamente o mediante representación a través del alcalde mayor.
Francisco J. Franco