Belenistas murcianos
A partir del siglo XIX, en Murcia, como en el resto de España, la costumbre de instalar belenes durante la Navidad traspasa los muros de los conventos y casas de la nobleza, popularizándose y extendiéndose, pero son los comienzos de nuestro siglo los que marcan una época de esplendor para la artesanía belenística popular.
Los talleres se multiplican, y artesanos tan conocidos como Antonio Galán y Gregorio Molera, se convierten en maestros de jóvenes deseosos de aprender el oficio.
Los tres hermanos Griñán, José Cuenca, Juan Antonio Mierete y Manuel Ortigas, entre otros, pasan a ser aventajados discípulos de tan magníficos preceptores, compaginando la fabricación de figuras de belén con la de Santos, que los niños utilizaban para hacer desfilar en ingenuas procesiones; caballos y muñecas de barro, de los que los hileros cambiaban por unos pocos céntimos o cambiaban por trapos viejos; 'San Blases', para vender en las Fiestas de Santa Eulalia; complementos, en fin, que permitiesen una decorosa subsistencia a lo largo de todo el año.
En cuanto las figuras de belén, se fabricaban dos tipos claramente diferenciados: vastas o de cacharrería y finas o hebreas.
La tradición belenista en Murcia
Las de cacharrería, invariablemente, se montaban sobre una peana que formaba un solo bloque con ellas, confiriéndoles más estabilidad; representando personajes populares de la región y caracterizadas principalmente por la ingenuidad de su interpretación y fuerte colorido.
Las figuras hebreas, de acabado más perfecto, eran llamadas así porque reproducían tipos de esa raza; siendo tal vez su precio más elevado, o ese cariño que el murciano siente por lo que le es propio, el impedimento para que su popularidad y venta superase a las de cacharrería.
Las Cuatro esquinas, la recogida Plaza de Joufré, el ensanche de José Esteve, la calle del Pilar o cualquier sitio con abundante tránsito peatonal era bueno para instalar las mesas de morera recubiertas con una sábana blanca, retirada para esa ocasión del ajuar familiar. Modestos artesanos de los barrios de San Juan y San Antolín, resistían horas y horas a la intemperie tratando de dar salida al trabajo de todo un año, comiendo incluso al pié del puesto, turnándose con sus mujeres e hijos, buscando mil soluciones para no tener que abandonar el despacho al público, que se prolongaba desde la mañana temprano hasta bien entrada la noche. Todas las horas eran pocas para vender. A partir de enero habría tiempo para descansar, tal vez más del deseado.
Al comenzar diciembre, los más madrugadores empezaban a instalarse. Las castañeras y ellos eran las primeras avanzadillas que anunciaban al grueso del ejército navideño. Les seguían las mujeres cargadas de llandas camino del Horno de la Gabacha, de donde los mantecados, las tortas de pascua y los rollos de anís o de naranja saldrían crujientes y dorados, esperando endulzar las sobremesas familiares. La radio empezaba a anunciar las bebidas propias de la época, saltando Asturias a primer plano de actualidad por su sidra o su anís. Las confiterías olían distinto, como a caliente y recién hecho. En las casa se hacía limpieza general, trabajando hasta que el cristal, la plata y el cobre brillasen como espejos. Incluso la gente parecía mejor, más comprensiva y alegre.
Y así, paso a paso, los días transcurrían rápida pero ordenadamente. Casi todo estaba previsto. La vida no variaba demasiado de un año para otro y ese era precisamente su encanto. Una navidad sustituía a otra muy parecida, lo que permitía disfrutar no sólo del momento presente sino del futuro.
Cuando finalmente los colegios daban vacaciones, era el momento cumbre para los vendedores de figuras de belén. Las calles se llenaban de niños que, con sus monedas celosamente guardadas el bolsillo del abrigo, recorrían incansables puesto tras puesto; preguntaban precios, comparaban calidades, se extasiaban ante las figuras más caras y por tanto más inaccesibles, teniendo al final que conformarse con la tercera o la cuarta parte de lo que habían previsto comprar, aunque con la esperanza de conseguir algún suplemento económico por parte del padre, siempre más espléndidos que las madres a la hora de pagar los pequeños caprichos infantiles. Los borreguillos, las gallinas rodeadas de polluelos, e incluso algún pastorcillo, eran piezas fáciles de conseguir con la sola ayuda materna, pero la adquisición de las piezas importantes precisaba de la ayuda del padre o de los abuelos, que también se mostraban generosos esos días.
Una vez compradas, si no todas, por lo menos una gran parte de las ansiadas figuras, comenzaba el montaje del belén familiar.
Los belenes en los hogares murcianos
Era esta una empresa en la que colaboraban todos los miembros de la casa, aportando unos su experiencia, otros su capacidad artística, y los más pequeños ingenuas sugerencias que la mayoría de las veces eran aceptadas, ya que el belén se instalaba principalmente para recreo de los niños.
En primer lugar, era preciso encontrar la base sobre la que asentar el mismo: Un tablado provisional (que hacía necesario arrinconar algún mueble de los habituales), una mesa o un aparador (en los que resultaba imprescindible poner un cristal para salvar la madera pulimentada de los elementos extraños que de soportar), una librería en la que se aprovechaban los huecos que quedaban a distintas alturas'
Una vez habilitada la base, se modelaba la base del armazón que daría vida a montañas y valles, componiéndose éste de tablas y cajas, procurando que una de estas últimas quedase con el hueco hacia delante, para que hiciese las veces de cueva.
Cuando se acababa el entramado de madera, se recubría todo con papel grueso, previamente arrugado con las manos y que luego, sin alisar del todo, se iba adaptando sobre el armazón hasta conseguir efectos de roca viva, pintándolo después con una mezcla de cola y fuchina marrón y salpicando dicha pintura, aún fresca, con tierra, la cual quedaba adherida y conseguía que el paisaje diese sensación de realidad.
En alguna zona del valle, un espejo o un pequeño recipiente lleno de agua constituía el lago en el que un río de papel de plata desembocaba tras su descenso por la ladera de la montaña; iluminando la escena la estrella de larga cola que guiaba a los Reyes Magos hasta el pesebre.
Finalmente el suelo cubierto de musgo artificial, ramas de pino, piedrecillas y nieve simulada con harina o talco, sustentaba las figuras, consiguiendo un excelente resultado pese a lo ingenuo del montaje o, tal vez, precisamente por ello.
Transcurridos los primeros días, en los que el belén propio acaparaba la atención, era el momento de salir a la calle y re correr los que se montaban tradicionalmente en la ciudad.
Los más populares de la ciudad
Destacaban entre ellos los que las monjas del Hospital y de la Casa de la Misericordia instalaban en las Iglesias de San Juan de Dios y San Esteban, respectivamente y el del Ayuntamiento de Murcia, ubicado en La Glorieta o la Plaza de la Cruz, entre otros lugares; y de menor envergadura, hablando en sentido monumental que no artístico, los de algunos conventos, parroquias y colegios. También, a partir de 1980 merece ser destacado el 'Belén de la Pava' llamado así porque es la Peña Huertana 'La Pava' la responsable del mismo y que se ubicó con gran acierto en la Iglesia de San Juan de Dios, en la que se había suspendido el culto.
El resultado
Julio Pedauyé
Autores: Joaquina Alemán y Julio Pedauyé