Tal como dijimos, existió también un esplendoroso siglo XVIII para el campo de Cartagena, el ''hermanito pobre'' en nuestra historia milenaria. Aunque hubo un claro desfase con respecto a la ciudad durante el siglo XVI y parte del XVII, desde mediados de este último siglo la colonización del campo se consolida a pasos agigantados, surgiendo numerosos núcleos de población estable, como Pozo Estrecho, La Palma, El Algar, El Albujón, La Aljorra o Perín, que se sumaban a los ya tradicionales Fuente Álamo y Alumbres. También habría que añadir en este proceso de crecimiento la aparición de los denominados ''nuevos barrios extramuros'', esto es, Santa Lucía, San Antón (con Fuente Cubas) y el barrio de la Concepción, que se beneficiarán del empuje del Arsenal acogiendo buena parte de la mano de obra empleada en la actividad del astillero y en la construcción de las numerosas obras del XVIII.
El potencial productivo del campo cartagenero calculado por el Catastro de Ensenada en 1755 era de 4.229 tahúllas de regadío (705 fanegas), de las cuales 1.509 correspondían a sembradura (cereales), 1.173 a hortalizas, 455 a hortalizas con moreras, 347 de granados, 367 a moreras y 318 de olivar; el secano, que constituía la mayor parte del área cultivada (el 98 %), se extendía a 36.930 fanegas, siendo sus productos genuinos los cereales (trigo y cebada), la vid, el olivo, el moreral y la barrilla. Ello no obstante, con los proyectos de expansión agraria del reinado de Carlos III se habían colonizado nuevas tierras baldías en las zonas más extremas del término (Rincón de San Ginés, Campo Nubla, Perín), con lo que había aumentado su capacidad productiva, sobre todo en cuanto al cultivo de la sosa y barrilla.
De todas formas, ya a fines del siglo XVII habían surgido tres parroquias en el corazón del campo de Cartagena, que capitalizaban y aglutinaban a la población dispersa de su feligresía correspondiente: la de San Fulgencio en Pozo Estrecho, la de Santa Florentina en La Palma y la de San Roque en Alumbres. Sobre ellas se constituirán las primeras diputaciones del campo, si bien con el progresivo crecimiento de éste el número de ellas se ampliará hasta las diecisiete al final de esta centuria.
También a fines del XVIII el campo de Cartagena conocía su momento culminante en un siglo de grandes progresos. El resultado era evidente: numerosos molinos harineros habían sido implantados, se habían construido nuevos pozos y aceñas, se habían mejorado los existentes, el número de cabezas de ganado vacuno, ovino y caprino había aumentado con respecto a etapas precedentes, al igual que la cabaña de tiro y los animales de labor.
Ello se reflejaba fielmente en la mejora de las condiciones de vida de nuestro campesinado y en el aumento de la renta disponible. Hasta tal punto será así que cuando se anuncien los primeros síntomas de decadencia a comienzos del siglo XIX, el campo cartagenero sabrá amortiguar mejor la crisis, sin detener su crecimiento demográfico, y en todo caso atrayendo hacia él buena parte de los capitales y población que había generado el progreso de la ciudad a lo largo del XVIII. En este sentido, durante la primera mitad del siglo XIX el campo ofrecerá una clara alternativa a la ciudad, robándole parte de su protagonismo.