Los actos y rituales relacionados con la muerte durante el período de dominación romana de la ciudad de Carthago Nova se celebraban públicamente, ya que estaban concebidos para que los difuntos fueran recordados por los vivos.
Para los romanos (ciudadanos y esclavos) existían dos tipos de sepultura o locus sepultae: la incineración, cremación del cadáver para posteriormente depositar sus cenizas en una urna, y la inhumación (humus, tierra) generalizada durante el siglo II d.C. Estos ritos tenían lugar fuera de la ciudad por decreto estipulado en una de las leyes de las XII tablas o duodecim tabularum leges, creadas en el siglo V a.C. De esta forma evitaban incendios e insalubridades. Las únicas personas que se enterraban en el interior de la ciudad eran las Vestales, sacerdotisas consagradas a la diosa Vesta.
Pero, al igual que ocurría en vida, las diferentes clases sociales recibían un trato distinto a la hora del tránsito hacia el inframundo:
Los esclavos eran enterrados en una fosa común, a no ser que hubieran cometido algún delito, en cuyo caso eran castigados con la muerte por crucifixión, donde se dejaban hasta ser devorados por los buitres en señal de advertencia para el resto de su condición.
Para las clases más pobres de ciudadanos romanos existían básicamente dos rituales de enterramiento: ser incinerados y sus cenizas situadas en columbarium, o inhumados en catacumbas. La población humilde que carecía de estatus económico para afrontar un enterramiento individual podía recurrir a hogueras públicas o ustrinae, o bien al uso de fosas comunes o putticuli.
En el caso de individuos de la nobleza, aristocracia o altos cargos de la política, los funerales y entierros constituían solemnes actos con presencia de numerosos personajes relevantes, donde un familiar muy cercano a la víctima leía elogios fúnebres o laudationes funebres, conservados posteriormente en la casa familiar junto al busto del fallecido. Si éste disponía del ius imaginum (derecho de poseer en su hogar bustos esculpidos de sus antepasados) en el cortejo que acompañaba al cadáver incluían personajes portando las máscaras en cera de los integrantes ilustres de su familia, con el fin de simular una bienvenida.
El cortejo que acompañaba al difunto estaba formado por los familiares y amigos más allegados, libitinarii o pompas fúnebres, músicos, personas portando antorchas, así como otras que lloraban y cantaban las naenias o elogios al fallecido.
Una vez alcanzado el exterior de la ciudad y antes de la incineración, un familiar abría los ojos del difunto para que contemplara por última vez la luz, seguidamente los cerraba y colocaba en la boca una moneda para pagar el viaje al más allá a Caronte, el barquero del Estiga en el inframundo, que retrataría siglos más tarde el poeta florentino Dante Alighieri. El cuerpo se incineraba perfumado y su ceniza era recogida en una urna que se introducía en el monumento funerario, colocando una lápida conmemorativa en su honor.