La carne de cordero se caracteriza frente a otros tipos de carne, por su jugosidad y su singular e intenso sabor. Ambas características se deben a su contenido graso, lo que ha propiciado que en los últimos decenios, debido a la creciente demanda de los consumidores de carnes magras con menor contenido en grasas, el consumo de carne de cordero haya disminuido en nuestro país de manera lenta pero inexorable hasta situarse en los niveles actuales de menos de 4 kilogramos por habitante y año.
Este hecho, sumado a la creciente importación de corderos vivos y carnes refrigeradas y congeladas de cordero de países como Francia, Portugal e incluso Australia y Nueva Zelanda, de peor calidad pero más baratos, han propiciado en los últimos decenios un empeoramiento de la situación del sector ovino nacional.
No obstante la actual coyuntura de crisis del sector, la producción ovina en nuestro entorno resulta muy interesante por tres razones fundamentalmente:
Para aprovechar las superficies de pastos que por razones de altitud, de naturaleza del suelo, de su configuración o, sencillamente, de sequía periódico, no pueden tener otro aprovechamiento.
Para evitar la despoblación del medio rural y, por tanto, de la pérdida de sus usos y costumbres tradicionales (con graves consecuencias como son más incendios y erosión del suelo).
Para no perder otro alimento tradicional de excelente calidad, rico en matices y aromas que forma parte de nuestro cada vez más degradado acervo cultural gastronómico.
En la Unión Europea, dentro del marco de la Política Agraria Común (PAC), se pusieron en marcha hace unos años programas de ayuda económica a los ganaderos de ovino y caprino de los que, tras la incorporación de nuestro país a la antigua CEE, también se han beneficiado nuestros ganaderos. Sin embargo, e independientemente de que dichas ayudas se mantengan o no en el futuro -tema que está permanentemente sobre la mesa de los responsables de la PAC-, el sector ovino en su conjunto ha de buscar la rentabilidad de sus producciones. Para ello no cabe, en mi opinión, otro camino que la búsqueda de la calidad de la carne de cordero y para ello lo mejor será mirar hacia atrás, hacia los métodos tradicionales de producción que rendían carnes de superior sabor y adaptarlos, en la medida de lo posible, a las actuales exigencias de los mercados y los consumidores.
Entre los ejemplos a seguir cabe destacar: El Ternasco de Aragón, reconocido por la UE como Indicación Geográfica Protegida; o el Lechazo Churro. Ambos productos, basados en una escrupulosa selección de razas, un seguimiento completo desde el nacimiento del cordero -que hoy se conoce con el nombre de trazabilidad- y un riguroso control alimenticio y sanitario de los animales, han conseguido posicionarse en los últimos años en los mercados más exigentes de nuestro país.