Con la incorporación del reino de Murcia a la Corona de Castilla a mediados del siglo XIII, sus fronteras quedaron encuadradas dentro de un panorama político complicado, ya que este territorio delimitaba con zonas hostiles, como los de la Corona de Aragón, el mar Mediterráneo, y el reino nazarí de Granada. La inseguridad producida por esta situación, fue una de las causas del fracaso repoblador que vino después, y que caracterizó la Baja Edad Media murciana. El panorama de los campos cartageneros no diferían en mucho de los murcianos o lorquinos: un núcleo urbano amurallado dominaba unos espacios rurales despoblados.
Cuando ciertos factores hicieron posible que esta situación variase, ya en el siglo XVI, surgen entonces de manera progresiva algunas explotaciones rurales, que combinarían algunos espacios agrícolas, regados con alguna fuente cercana, y el tradicional pastoreo. Para defender a sus trabajadores, el propietario de las tierras, generalmente algún importante personaje vinculado al concejo de la ciudad, hizo construir este tipo de fortificaciones, para que aquellos se pudiesen refugiar y defender de un no muy infrecuente ataque de corsarios berberiscos desembarcados en las costas cercanas.