Desde la Baja Edad Media, el concejo de Cartagena mantenía en la cumbre de este monte un puesto de vigilancia que podía dar aviso a la ciudad y al campo de un posible desembarco de corsarios en la Algameca, o bien de aproximaciones de éstos por las sierras occidentales del término municipal; de esta función recibió el cerro el nombre de Atalaya.
Pero fue en torno a los años finales de la década del setenta en el siglo XVIII cuando se construyó el fuerte cuyas ruinas podemos hoy contemplar. El plan de defensa de Cartagena y su arsenal contemplaba la ocupación, mediante castillos abaluartados, de las principales colinas que dominaban la ciudad desde fuera de sus murallas urbanas. El de Atalaya es, por tanto, un castillo construido como “obra exterior” situado sobre un “padrastro” o altura rocosa que, en manos del enemigo, puede hacer peligrar la posesión de la plaza.
Los primeros planos de proyecto del fuerte de Atalaya fueron realizados por el ingeniero militar Pedro Martín Zermeño, tras recibir las órdenes pertinentes en 1766 del conde de Aranda, entonces capitán general de los reinos de Valencia y Murcia, para fortificar la ciudad portuaria y sus astilleros militares. Desde los años veinte del siglo XVIII, y de forma progresiva, Cartagena se había convertido en una importante base naval en el Mediterráneo, desde su elección como capital del Departamento Marítimo de Levante, por lo que los proyectos de fortificación global, que la defendiesen de los ataques por mar y tierra, venían sucediéndose desde tiempo atrás.
Sería la dirección técnica del ingeniero militar Mateo Vodopich la que consiguió que el castillo de Atalaya, entre otras fortificaciones de la ciudad portuaria, fuese una realidad a finales del setecientos. Y desde aquel momento se convirtió en un importante emplazamiento estratégico de los puntos defensivos de la plaza. Por ejemplo, en 1859, el coronel Medina, en un conocido informe, señalaba que " … su situación le hace intomable por la inmensa dificultad de batirlo con artillería". Algo más tarde protagonizaría su más relevante hecho de armas durante la Guerra del Cantón, en 1873-74, cuando, en manos de los sublevados contra el gobierno central, realizó algo más de 2.000 disparos contra las fuerzas sitiadoras. Y fue precisamente su rendición, la noche del 10 de enero de 1874, la que decidiría la caída de Cartagena y el fin de la aventura revolucionaria.
Durante su larga vida militar, su artillería fue variando conforme lo hacía la de la época, montándose diferentes tipos de piezas a lo largo de los años. Y estuvo activado con soldados constituyendo su guarnición hasta fechas relativamente recientes, poco antes de que el ministerio del Ejército lo entregase al de Hacienda en los últimos años de la década de los sesenta del pasado siglo.